Una forma de arte, quizás la más sublime, pero aún así parte de la esfera de la estética; esta clasificación de la música es inevitable si la consideramos como el medio expresivo por excelencia del alma humana y no merece —al menos en este contexto— un mayor análisis. Sin embargo, son diversas las funciones que se le han atribuido a lo largo de la historia humana y que, si lo deseamos, nos llevan todas en la misma dirección. Volviendo por un momento al tema del cerebro, la perspectiva neurocientífica nos recuerda que a través de la música vivimos una experiencia emocionalmente intensa con un efecto vitalizante para el sistema nervioso autónomo, que actúa en sinergia con el sistema endocrino y el sistema inmunitario. Si extendemos este efecto a nuestra reacción al lenguaje, no es difícil concebir cómo la música y las relaciones interpersonales comparten aspectos no solo perceptivos, sino también emocionales y cognitivos. Además, existe una estrecha relación entre el sonido y el circuito dopaminérgico de la recompensa, según el cual tendemos a sentirnos más atraídos por la música que podemos prever, ya sea rítmica o melódicamente hablando: esta preferencia explica por qué cuando estamos apasionados por uno o varios géneros musicales tendemos a volvernos cada vez más expertos y apasionados por los mismos y nos cuesta, al menos al principio, ampliar nuestros horizontes. Estos tipos de elecciones nos conectan, de una forma u otra, con canciones, pero también con personas que ‘vibran en nuestras frecuencias’, al menos en términos sonoros.